6. El viaje de los emigrantes
Para los emigrantes el viaje comenzaba en el
momento en que partían de su pueblo natal para dirigirse a los puertos. La
partida solía ser un acontecimiento colectivo, en el que eran protagonistas
grupos de parientes y paisanos que se dirigían al exterior de acuerdo a un
itinerario prefijado.
Desde mediados del siglo XIX el medio de
transporte hacia los puertos fue el ferrocarril, y los barcos a vela fueron
siendo reemplazados por los vapores.
El extraordinario impulso que la navegación
transoceánica recibió durante toda la segunda mitad del siglo XIX y hasta la
Primera Guerra Mundial fue el vehículo, no sólo técnico - material sino también
económico de la gran emigración europea hacia el Nuevo Mundo. Los progresos en
la navegación contribuyeron a la integración del mercado mundial uniendo a
mercados muy distantes entre sí, alimentando el flujo creciente de personas y
mercaderías a medida que decrecían los costos de transporte. La revolución de
los transportes marítimos provocó una reducción sostenida de los costos de los
pasajes: en 1885 el precio del pasaje entre Nueva York y Hamburgo era de 8
dólares, y esta suma era a menudo inferior a la que debían pagar los emigrantes
por el transporte a los puertos atlánticos. Bajos costos y rapidez de los
viajes transoceánicos permitieron ampliar el área de reclutamiento de los
emigrantes agregando a las tradicionales regiones de emigración Europa del Norte,
las zonas de Europa oriental y mediterránea. También hicieron posible, sobre
todo a comienzos de este siglo, una nueva forma de emigración, la emigración
pendular o golondrina, una emigración temporaria pero con destinos
transoceánicos.
Los emigrantes se dirigían a los distintos
puertos según la cercanía respecto a sus lugares de origen y a las facilidades
que las distintas compañías ofrecían. Partían mayoritariamente de Génova,
Trieste, Nápoles, El Havre, Burdeos, Hamburgo, puertos españoles. La emigración
masiva fue un negocio muy lucrativo para las compañías de navegación. Los
armadores lograron obtener bajos costos de transporte reduciendo la
tripulación, sirviendo comida de escasa calidad, ofreciendo a los emigrantes
espacios reducidos y precarias condiciones de higiene a bordo. Los testimonios
de los protagonistas y de los médicos y funcionarios destinados al control
sanitario ofrecen una imagen dramática del viaje, acechado por enfermedades e
incomodidades.
Las precarias condiciones de las naves llevaron
a las autoridades de los diversos países a regular los aspectos sanitarios del
viaje, concentrando su atención en los requisitos que debían cumplir las naves,
para evitar la aparición y difusión de enfermedades infecciosas. La voluntad de
los gobiernos por garantizar buenas condiciones sanitarias contrastaba con los
intereses de las compañías de navegación. Para las compañías, el objetivo era
el de embarcar el mayor número de pasajeros, sin respetar las disposiciones
legales. El viaje se transformaba para los emigrantes en una pesadilla de
gentío, de malos olores, de exceso de frío o de calor, según las estaciones, y
más en general de intolerable promiscuidad.
A medida que los gobiernos fueron regulando
las condiciones del viaje, estas comenzaron a mejorar. Parte de las
características que describiremos en los párrafos que siguen corresponden al
período previo a la primera década del siglo XX, etapa en la que el viaje
consistía en una experiencia de rasgos fuertemente negativos. De todos modos,
las condiciones variaban también entre las distintas compañías de navegación.
Los buques que desembarcaban emigrantes en el puerto de Buenos Aires, aparte de
la tercera clase, disponían también de una confortable segunda -los inmigrantes
eran definidos por la ley argentina como aquellos que llegaban en segunda o
tercera clase- y una lujosa primera clase. En la tercera viajan la mayoría de
los emigrantes; la segunda en cambio tiene características menos definidas,
emigrantes que han hecho fortuna y se pueden permitir un viaje más cómodo,
pequeños comerciantes, y el clero. En la primera están los ricos argentinos de
regreso, y luego franceses, españoles, brasileños. A éstos deben agregarse los
médicos de a bordo, los oficiales, los sacerdotes. Siguen el mismo itinerario,
pero constituyen trayectorias paralelas, divididas entre sí por un abismo
social. Durante el viaje, los pasajeros de primera y de segunda son preservados
rigurosamente de las incursiones de los de tercera, mientras que a ellos les
está permitido, y con poco riesgo, irrumpir en el otro territorio.
Las diferencias sociales se hacen evidentes
desde el momento del embarque en los buques. Edmundo De Amicis ha dejado un
dramático testimonio de ello en su libro Sull'Oceano. Dice De Amicis: "El
contraste entre la elegancia de los pasajeros de primera clase, los
guardapolvos, las sombrereras, junto a un perrito, que atravesaban la multitud
de miserables: rostros y ropas de todas partes de Italia, robustos trabajadores
de ojos tristes, viejos andrajosos y sucios, mujeres embarazadas, muchachas
alegres, muchachones achispados, villanos en mangas de camisa.(...) Como la
mayor parte habían pasado una o dos noches al aire libre, amontonados como
perros en las calles de Génova, no podían tenerse en pie, postrados por el
sueño y el cansancio. Obreros, campesinos, mujeres con niños de pecho,
chicuelos que tenían todavía sobre el pecho, la chapa de metal del asilo donde
habían transcurrido su infancia, (...)sacos y valijas de todas clases en la
mano o sobre la cabeza; Fardos de mantas y colchones a la espalda y apretado
entre los labios el billete con el número de su litera(... Dos horas hacía que
comenzara el embarque, y el inmenso buque siempre inmóvil (... Pasaban los
emigrantes delante de una mesilla, junto a la cual permanecía sentado el
sobrecargo, que reuniéndolos en grupos de seis, llamados ranchos, apuntaba sus
nombres en una hoja impresa (...) para que con ella en la mano, a las horas
señaladas, fuera a buscar la comida a la cocina.
(https://www.argentina.gob.ar/interior/migraciones/museo/el-camino-de-los-inmigrantes )