Para los emigrantes el viaje comenzaba en el
momento en que partían de su pueblo natal para dirigirse a los puertos. La
partida solía ser un acontecimiento colectivo, en el que eran protagonistas
grupos de parientes y paisanos que se dirigían al exterior de acuerdo a un
itinerario prefijado. Desde mediados del siglo XIX el medio de
transporte hacia los puertos fue el ferrocarril, y los barcos a vela fueron
siendo reemplazados por los vapores. El extraordinario impulso que la navegación transoceánica recibió
durante toda la segunda mitad del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial
fue el vehículo, no sólo técnico - material sino también económico de la gran
emigración europea hacia el Nuevo Mundo. Los progresos en la navegación
contribuyeron a la integración del mercado mundial uniendo a mercados muy
distantes entre sí, alimentando el flujo creciente de personas y mercaderías a
medida que decrecían los costos de transporte. La revolución de los transportes
marítimos provocó una reducción sostenida de los costos de los pasajes: en 1885
el precio del pasaje entre Nueva York y Hamburgo era de 8 dólares, y esta suma
era a menudo inferior a la que debían pagar los emigrantes por el transporte a
los puertos atlánticos. Bajos costos y rapidez de los viajes transoceánicos
permitieron ampliar el área de reclutamiento de los emigrantes agregando a las
tradicionales regiones de emigración Europa del Norte, las zonas de Europa
oriental y mediterránea. También hicieron posible, sobre todo a comienzos de
este siglo, una nueva forma de emigración, la emigración pendular o golondrina,
una emigración temporaria pero con destinos transoceánicos. Los emigrantes se dirigían a los distintos
puertos según la cercanía respecto a sus lugares de origen y a las facilidades
que las distintas compañías ofrecían. Partían mayoritariamente de Génova,
Trieste, Nápoles, El Havre, Burdeos, Hamburgo, puertos españoles. La emigración
masiva fue un negocio muy lucrativo para las compañías de navegación. Los
armadores lograron obtener bajos costos de transporte reduciendo la
tripulación, sirviendo comida de escasa calidad, ofreciendo a los emigrantes
espacios reducidos y precarias condiciones de higiene a bordo. Los testimonios
de los protagonistas y de los médicos y funcionarios destinados al control
sanitario ofrecen una imagen dramática del viaje, acechado por enfermedades e
incomodidades. Las precarias condiciones de las naves
llevaron a las autoridades de los diversos países a regular los aspectos
sanitarios del viaje, concentrando su atención en los requisitos que debían
cumplir las naves, para evitar la aparición y difusión de enfermedades
infecciosas. La voluntad de los gobiernos por garantizar buenas condiciones
sanitarias contrastaba con los intereses de las compañías de navegación. Para
las compañías, el objetivo era el de embarcar el mayor número de pasajeros, sin
respetar las disposiciones legales. El viaje se transformaba para los
emigrantes en una pesadilla de gentío, de malos olores, de exceso de frío o de
calor, según las estaciones, y más en general de intolerable promiscuidad. A medida que los gobiernos fueron regulando las
condiciones del viaje, estas comenzaron a mejorar. Parte de las características
que describiremos en los párrafos que siguen corresponden al período previo a
la primera década del siglo XX, etapa en la que el viaje consistía en una
experiencia de rasgos fuertemente negativos. De todos modos, las condiciones
variaban también entre las distintas compañías de navegación. Los buques que
desembarcaban emigrantes en el puerto de Buenos Aires, aparte de la tercera
clase, disponían también de una confortable segunda -los inmigrantes eran
definidos por la ley argentina como aquellos que llegaban en segunda o tercera
clase y una lujosa primera clase. En la tercera viajan la mayoría de los
emigrantes; la segunda en cambio tiene características menos definidas, emigrantes
que han hecho fortuna y se pueden permitir un viaje más cómodo, pequeños
comerciantes, y el clero. En la primera están los ricos argentinos de regreso,
y luego franceses, españoles, brasileños. A éstos deben agregarse los médicos
de a bordo, los oficiales, los sacerdotes. Siguen el mismo itinerario, pero
constituyen trayectorias paralelas, divididas entre sí por un abismo social.
Durante el viaje, los pasajeros de primera y de segunda son preservados
rigurosamente de las incursiones de los de tercera, mientras que a ellos les
está permitido, y con poco riesgo, irrumpir en el otro territorio. Las diferencias sociales se hacen evidentes
desde el momento del embarque en los buques. Edmundo De Amicis ha dejado un
dramático testimonio de ello en su libro Sull'Oceano. Dice De Amicis: "El
contraste entre la elegancia de los pasajeros de primera clase, los
guardapolvos, las sombrereras, junto a un perrito, que atravesaban la multitud
de miserables: rostros y ropas de todas partes de Italia, robustos trabajadores
de ojos tristes, viejos andrajosos y sucios, mujeres embarazadas, muchachas
alegres, muchachones achispados, villanos en mangas de camisa.(...) Como la
mayor parte habían pasado una o dos noches al aire libre, amontonados como
perros en las calles de Génova, no podían tenerse en pie, postrados por el
sueño y el cansancio. Obreros, campesinos, mujeres con niños de pecho,
chicuelos que tenían todavía sobre el pecho, la chapa de metal del asilo donde
habían transcurrido su infancia, (...)sacos y valijas de todas clases en la
mano o sobre la cabeza; Fardos de mantas y colchones a la espalda y apretado
entre los labios el billete con el número de su litera(... Dos horas hacía que
comenzara el embarque, y el inmenso buque siempre inmóvil (... Pasaban los emigrantes
delante de una mesilla, junto a la cual permanecía sentado el sobrecargo, que
reuniéndolos en grupos de seis, llamados ranchos, apuntaba sus nombres en una
hoja impresa (...) para que con ella en la mano, a las horas señaladas, fuera a
buscar la comida a la cocina. (https://www.argentina.gob.ar/interior/migraciones/museo/el-camino-de-los-inmigrantes )