Estos tres cambios –las posibilidades de
expresión identitaria en las redes sociales, la migración de la interacción
cotidiana a espacios virtuales y el aumento de canales de información–
transforman la manera en que los individuos construyen su identidad. Esto se
debe a que construir una identidad implica apropiarse de ciertos elementos
disponibles en la cultura. La cultura, definida de manera amplia, está
compuesta por vehículos simbólicos que dan significado a la experiencia (por
ejemplo, creencias y formas estéticas) y por prácticas informales a través de
las cuales se transmiten estos significados. De manera similar, la identidad se
define por la adscripción a ciertos vehículos simbólicos y prácticas. Más
específicamente, la identidad se define en gran medida por la apropiación de
las normas y objetivos de la comunidad de práctica a la que pertenece el
individuo. En el proceso de adscripción a una comunidad de práctica, es crucial
que el individuo se apropie de los vehículos simbólicos de esa comunidad (por
ejemplo, formas de hablar valoradas socialmente) y comprenda la relación entre
su identidad naciente y las prácticas y contenidos que debe aprender. Por lo
tanto, entrar en la cultura significa asumir una identidad como miembro de una
o varias comunidades de práctica. Ni el desarrollo de la personalidad
adulta ni el establecimiento y mantenimiento de una identidad viable son
procesos individuales. En todos los casos, existe una fuerte influencia del
contexto social. Esto se debe a que es en lo social donde se valida los roles
elegidos por los individuos, lo que constituye un elemento fundamental en el
desarrollo de la identidad. En este proceso de validación de roles, es central
cómo los individuos presentan públicamente su identidad. Por esta razón, una
modificación en las opciones disponibles y en los medios para expresarlas
conlleva una modificación en la construcción de la identidad, y, por ende, en
la cultura.